Difunde UNAM en Internet uso de plantas medicinales de ancestros
El empleo de mil plantas y 45 hongos pueden encontrarse en la Biblioteca digital de la medicina tradicional mexicana elaborada por el Programa Universitario México.
México, DF. La infusión de manzanilla es conocida por su acción curativa en casos de infecciones oculares. Incluso, existen fórmulas farmacéuticas de libre venta para tal motivo. Pero ese no es la única cualidad de la planta, pues por siglos las comunidades indígenas mexicanas la emplean también como paliativo de cólicos en los recién nacidos y “la moquera”.
Estos y otros usos de mil plantas y 45 hongos medicinales pueden encontrarse en la Biblioteca digital de la medicina tradicional mexicana elaborada por el Programa Universitario México, Nación Multicultural de la Universidad Nacional Autónoma de México (PUMC-UNAM).
De acuerdo con el licenciado Carlos Zolla, coordinador del proyecto, junto con Arturo Argueta Villamar y Soledad Mata, la idea original para formar un archivo sobre los conocimientos medicinales de los pueblos surgió en 1989, mientras trabajaban en el Instituto Nacional Indigenista (INI).
Esta tarea se enfocó a lograr tres objetivos principales: apoyar el proceso de organización de los médicos tradicionales indígenas, pues en aquel entonces sólo existían dos organizaciones de ellos, una en Chiapas y otra en Yucatán. Sin embargo, hacia 1994 se habían formado 52 de estas estructuras.
Asimismo, buscaban proponer nuevas modalidades de atención para la población indígena que reconocieran, valoraran e incluso legalizaran la medicina tradicional como parte del sistema básico de salud pública.
El último propósito estaba centrado en la investigación de las condiciones de salud de los pueblos y el potencial de sus recursos medicinales. “Ahí nace la idea de crear la Biblioteca de la medicina tradicional mexicana, que fue publicada en 1994”.
Dicho acervo constaba de 12 volúmenes: dos del Diccionario enciclopédico de la medicina tradicional mexicana, tres de La medicina tradicional de los pueblos indígenas de México -un número similar del Atlas de las plantas de la medicina tradicional mexicana-, otro tanto más de Las floras indígenas de México y uno de la Nueva bibliografía de la medicina tradicional mexicana.
Posteriormente, fueron agregados tres volúmenes más: uno dedicado al agua, otro a los saberes maternos sobre enfermedades infantiles y una antología histórica desde el siglo XVI hasta 1980 del empacho en México.
Zolla explicó que en este proyecto participaron investigadores, estudiantes, personal de salud del INI en delegaciones y centros coordinadores de distintas regiones del país, así como más de 2 mil médicos tradicionales de 56 pueblos indígenas.
Con el pasar del tiempo, y al agotarse los volúmenes originales de la biblioteca, sus coordinadores optaron por digitalizarla y volverla de libre consulta vía Internet.
Para tal efecto, contaron con el apoyo de la Dirección General de Servicios de Cómputo Académico (DGSCA) de la UNAM, que diseñó todo el software; programa que permite realizar 54 mil cruces de información. “Gracias al cual, por ejemplo, pueden asociarse términos como susto, alma, huichol y pirul, que se encuentran en distintas obras de la Biblioteca”, indicó el coordinador de la obra.
Dado que esta edición de la Biblioteca de la medicina tradicional mexicana fue terminada en 1994, los investigadores universitarios planean actualizarla con la información más reciente sobre plantas; ello con estudios relacionados a química, botánica, farmacología y toxicología, así como antropología médica o etnobotánica.
Asimismo, incorporarán un capítulo que haga referencia a los aparatos legales nacionales e internacionales que dan sustento a la medicina tradicional; además de las biografías de las organizaciones de curanderos, yerberos, hueseros, sobadores, entre otros especialistas.
De acuerdo con los datos que DGSCA reporta, la Biblioteca es visitada constantemente por usuarios de México, Estados Unidos, España, Argentina, Venezuela y en algunas ocasiones de Indonesia e India.
La general es el nombre de una locomotora muy amada por el personaje principal, pero no su único amor, ya que también tiene a Annabelle , su pretendiente. Annabelle se disgusta con el porqué no se enlista en el ejército para defender la causa sureña, por lo que durante un año no le dirige la palabra.
La historia se desarrolla en un pueblito sureño y la trama consiste en la persecución que realiza el personaje principal contra los espías del norte por haberse llevado su amada locomotora. La persecución está llena de momentos cómicos y torpes que después de un tiempo se vuelven bastante predecibles.
El personaje principal es bastante torpe y a lo largo de la película solo comete actos tontos que desencadenan sucesos cómicos.
En un principio el único objetivo del personaje es recuperar a “La General”, pero este se ve frustrado hasta que llega un momento en el que tiene que esconderse y sin darse cuenta termina dentro del cuartel enemigo, donde descubre que también han raptado a su otro amor, es decir, a Annabelle. Al darse cuenta se las ingenia para escapar y tomar su locomotora de las manos de los bandidos del norte. Esto claro con su ya muy aburrida forma torpe de ser.
Al lograr llegar su hogar, después de bastante tiempo de ser perseguidos por los norteños, dan aviso de que estos invadirán su pueblito y entonces todo el ejército del sur se prepara para la batalla. Esta vez el personaje principal se enlista y sale a combatir torpemente.
Como era de esperarse, los sureños ganan. Mientras tanto el personaje principal se da cuenta de que dentro de su locomotora se encuentra un general importante del norte y lo toma prisionero, por lo que le dan el titulo de general y termina la película con un clásico beso (o besos).
Personalmente la película me aburrió por ser demasiado cómica, repetitiva y predecible. En cuanto a la música en vivo, esta me causo una sensación de nauseas (literalmente) por ser muy repetitiva.
Billy Shank abrió los ojos y ante él apareció una surrealista escena de destrucción. El resplandor de la luz de emergencia enrojecía la neblinosa mortaja de vapor y humo que flotaba en el aire y distorsionaba la percepción de imágenes familiares. Reconoció a Del, tumbado bocabajo en el suelo, todavía agarrado con su brazo al soporte de la silla del capitán. Billy vio, hipnotizado, cómo un líquido oscuro fluía de debajo de Del y avanzaba hacia la pared.
—¿Está escorado? —susurró para sí; entonces volvió a observar aquel líquido y se preguntó si su color negro no sería un simple efecto óptico.
Tal vez era rojo; rojo como la sangre.
Al darse cuenta de que Del se estaba muriendo ante sus ojos, Billy espabiló; pero cuando trató de incorporarse, comprobó que la barra de soporte se había doblado encima de él y se le clavaba en los hombros. Luchó con todas sus fuerzas, pero no tenía nada a mano con que hacer palanca y librarse de aquella barra.
—¡Maldición! —gritó elevando la vista hacia un Dios inmisericorde—. ¿Harás que vea cómo se muere?
Haciendo caso omiso de las protestas de su carne, que el metal cortaba abriendo una profunda raja en la parte superior de la espalda, se retorcía y contorsionaba violentamente.
Entonces un nauseabundo olor dulzón atacó su pituitaria exigiendo su atención. Se retorció de nuevo y por el rabillo del ojo vio un cuerpo carbonizado que yacía sobre un panel eléctrico cortocircuitado.
McKinney.
—¡Jonson! —chilló Billy.
Silencio. Billy exploró la sala en busca de algo que le indicara la presencia de algún miembro de la tripulación, forzando la vista para atisbar en medio del vapor, del humo y de las lágrimas que brotaban de sus oscuros ojos. Vio algo, tal vez un pie, que sobresalía por debajo del derribado bastidor de los ordenadores. Sí, era un pie. Los labios de Billy emitieron un gemido cuando se imaginó el cuerpo de Jonson aplastado bajo aquella pesada estructura.
—Y así acaba todo —dijo en voz baja abandonándose al dolor y al abatimiento que con ruido sordo le martilleaban los sentidos; bajó la cabeza y cerró los ojos.
Y se preguntó cómo sería la muerte.
En su estado de total aturdimiento Billy no se daba cuenta del paso del tiempo. Deliraba, y no pudo reaccionar cuando la puerta se abrió bruscamente y penetraron en la sala cuatro figuras fantasmagóricas. ¿Serían emisarios para escoltarle hasta el país de la muerte?
Jamás hubiera podido imaginar que el sonido de los gritos de Mitchell sería un consuelo.
—¿Qué demonios ha pasado? —chilló el capitán. Cruzó precipitadamente la escorada sala para dirigirse hacia el intercomunicador, sin fijarse aparentemente en los tripulantes heridos.
Doc Brady no vaciló cuando vio cómo a Del se le iba escapando la vida al desangrarse. Desgarró su camisa para improvisar un vendaje y se lo apretó con fuerza para detener el flujo.
—Este pobre se ha ido para siempre —declaró Reinheiser al advertir el cuerpo aplastado de Jonson debajo del enorme bastidor—. Y no creo que podamos albergar muchas esperanzas con ese otro —añadió cruelmente, señalando el cadáver de McKinney que seguía ardiendo.
—Es una atroz observación —le reprendió Brady con un guiño y una sonrisa tranquilizadora. Presionó con energía la camisa sobre el cuello de Del y ayudó al herido a levantarse—. Quizá necesites un torniquete.
Pero Del apenas oía al doctor; sus ojos se concentraban en Billy.
Ray Corbin contestó con un tono monocorde aquella mirada de preocupación.
—Se pondrá bien —le aseguró a Del, mientras apartaba el retorcido soporte. Billy se movió para levantarse, pero Corbin le forzó a permanecer quieto.
—Limítate a relajarte. Doc estará contigo en un minuto.
Mitchell miraba el horrible aspecto del panel de control y las pantallas en blanco sin comprender nada; ni siquiera un cursor parpadeaba en aquel vacío.
—Algo muy grande se nos ha venido encima —gruñó—. ¡Y no hemos reaccionado; nos hemos limitado a encajar el golpe! —Pegó una patada a unos escombros cercanos—. ¡Alguien aquí arriba, en el puente de mando, no hizo nada! —exclamó enfurecido—. ¡No dio ni siquiera un condenado aviso!
Por supuesto, Mitchell, al igual que todos los demás, tenía que darse cuenta de que lo ocurrido había sido del todo imprevisible y que ante una devastación tan completa y tan rápida nadie hubiera podido hacer nada para afrontarla.
Pero Del, que conocía muy bien a Mitchell, se dio cuenta enseguida de que el capitán necesitaba una válvula de escape, una cabeza de turco, alguien a quien culpar para que él pudiera librarse de una íntima sensación de vulnerabilidad. Si aquello no era culpa de nadie, le habría podido ocurrir exactamente igual al propio Mitchell, pero si Del había cometido un error...
Mitchell se dio la vuelta y cargó contra Del. Pero Corbin y Brady, al igual que Del, adivinaron su intención y se interpusieron.
—¡No hizo nada! —chilló Mitchell tras la pared que formaron aquellos dos hombres—. ¡Ni lo más mínimo!
—No se podía hacer nada —le espetó Del como respuesta, pero tuvo que repetírselo varias veces como una letanía dirigida contra la culpabilidad que Mitchell había cargado sobre sus espaldas.
—¡Basta ya! ¡Escuchen! —gritó Reinheiser, y los demás se callaron, sorprendidos por el estallido inhabitual del físico—. ¡Escuchen! —insistió.
Transcurrieron algunos segundos; el único ruido era el crujido ocasional de alguna pieza metálica al asentarse.
—No oigo nada —dijo Doc Brady.
—Nada. Nada en absoluto —subrayó Reinheiser—. Ni siquiera el sistema hidráulico.
En el intervalo de un par de segundos las palabras de Reinheiser calaron hondo en aquellos hombres, paralizados por el terror ante la expectativa de que serían instantáneamente aplastados, como si creyeran que la muerte, en una postrera demostración de crueldad, les hubiese estado esperando pacientemente para ejecutar la fatal sentencia.
Reinheiser fue el único que rompió el silencio.
—¿Por qué no estamos muertos? —preguntó, exteriorizando la idea que bullía en el interior de todos ellos.
Todos permanecieron callados; trataban de encontrar una respuesta racional a la cuestión. Y por si no estaban bastante perplejos, de repente las luces principales se encendieron, las manecillas de los indicadores resucitaron, un par de ordenadores emitieron sus pitidos y empezaron a arrancar, y, lo más asombroso de todo, se escuchó de nuevo el habitual zumbido de las pesadas turbinas del Unicornio. Los hombres saltaron al unísono cuando una voz trémula crepitó por el intercomunicador.
—Hola... ¿hay alguien? —imploró la voz, al borde mismo de la histeria—. Soy Thompson. ¿Alguien puede oírme? ¡Oh, Dios mío, por favor, no hagas que esté solo!
Mitchell corrió hacia el aparato.
—¿Qué sucede ahí?
—¿Capitán? —gritó Thompson.
—¿Dónde está usted?
—En los equipos auxiliares de energía, con Sinclair —fue la respuesta—. Está muy mal; no creo que vaya a... —añadió antes de que se le quebrara la voz de nuevo.
—Seguidme —exclamó Doc Brady, y se dirigió hacia la puerta.
—¡No! —dijo con un grito agudo Thompson—. ¡No podéis!
Doc se volvió hacia sus compañeros; todos se habían quedado helados ante la tremenda desesperación de aquel lamento.
La perspectiva de que uno de sus hombres, un equipo con fama de ser la mejor tripulación jamás reunida, perdiera el control, enfureció a Mitchell.
—¡Sería mejor que se explicara usted! —ladró al micrófono.
—Está inundado, señor —contestó Thompson con voz uniforme—. Todo lo que hay entre el gimnasio y los equipos auxiliares de energía está cubierto por el agua. Si se abre la escotilla de acceso a los camarotes de proa, se inundará la parte frontal de la nave.
—¡La tripulación! —gritó Mitchell—. ¿Qué pasa con mi tripulación?
La inevitable respuesta de Thompson se clavó como una daga en el corazón de Mitchell.
—Muertos, señor; todos están muertos... tienen que estarlo..., salvo Sinclair y yo, y ustedes, los hombres de proa.
Una vez más los supervivientes fueron conscientes de lo desesperanzado de su situación. Ocho hombres: seis en el puente de proa y dos a popa, y casi veinte metros de salas inundadas entre ellos.
—Parece que tenemos problemas —dijo Corbin en tono de broma.
Pero Mitchell no podía mirar las cosas de aquella manera. Consideró la situación como si se tratara de un desafío más, probablemente el mayor reto que había tenido que afrontar. Su vida entera, desde lascalles de la ciudad a la marina mercante y a aquella misión naval, había sido una lucha permanente. Había hecho algo más que sobrevivir. Se había convertido en un líder.
—¡Déjese de lamentos, Corbin! —gruñó—. Tenemos trabajo —añadió, y señalando hacia Billy y Del, dijo—: Quiero a esos dos listos para trabajar mañana.
—Es impos... —empezó a argüir Doc Brady.
—¡Mañana! —vociferó el capitán—. Acondicionen la sala de conferencias como enfermería —agregó, y se volvió hacia Reinheiser—. A ver qué puede hacer usted para limpiar este aire —le indicó, y entonces miró a Corbin—. Usted y yo pondremos en orden esta sala; quiero que esas pantallas de visualización frontal funcionen lo antes posible.
—Thompson —exclamó Mitchell sin aflojar el ritmo acelerado por su frenética actividad—, ¿en qué estado se encuentra usted?
—Un poco magullado, señor. Me he torcido la muñeca, pero puedo trabajar —comentó con voz algo más calmada.
—¡En tal caso, ocúpese de que la maldita sala de máquinas vuelva a estar operativa, y proporcióneme toda la energía que pueda! —le ordenó Mitchell, insuflando en el tono de voz la cólera conveniente para transmitir dos mensajes: que confiaba en la habilidad de Thompson y que consideraba a Thompson el único responsable de aquella tarea.
—Sí, sí, señor —dijo Thompson con entusiasmo.
Del miró con incredulidad al capitán; lo odiaba, pero no podía negar que sabía mandar. Con Mitchell al mando, nadie se atrevía a rendirse. Todos tenían un trabajo asignado y, debido a los requerimientos del capitán, ninguno tenía tiempo de preocuparse por las consecuencias de su delicada situación.
Al cabo de pocas horas, Del se agitaba, inquieto, en un improvisado camastro; sus sueños eran un lamento por la seguridad que había dejado atrás. En aquel mundo distante, Debby celebraba su septuagésimo aniversario apretujada entre sus nietos en un placebo llamado refugio antiaéreo.
—Doc dice que puedo volver a trabajar —anunció Billy a Del al día siguiente—. Ahora me voy hacia el puente. Y tú, ¿qué tal?
—Por lo menos un día más —replicó Del con una sonrisa maliciosa, mientras enlazaba las manos detrás de la cabeza.
—Volveré a visitarte luego —dijo Billy, y, a pesar de su aparente contento, Del le envidió: estar sentado sin nada que hacer dejaba demasiado tiempo para las preocupaciones.
—No sé qué decirle —dijo Corbin encogiéndose de hombros, pues no tenía respuesta alguna para las obvias dudas de Mitchell—; parece que está en condiciones de funcionar.
—¿Cómo es posible que estemos a poco más de treinta metros de profundidad? —espetó Mitchell; pero, a pesar de su protesta, en su tono había un asomo de esperanza.
—Ese indicador mide la presión en una varilla que sobresale del costado del casco —explicó de forma mecánica Martin Reinheiser, como si estuviera leyendo un manual—. Es un diseño nuevo que no se había probado antes. Quizá la varilla se haya roto y el equipo haya cometido el error de tomar la presión total en la parte restante y calcularla como si la varilla todavía tuviera la longitud prevista.
—O tal vez nos encontramos en un lugar protegido de la presión de las profundidades del océano —agregó. Su mentalidad analítica no omitía ninguna posibilidad.
—No es posible —repuso Corbin.
—¿A qué profundidad podíamos estar sin el sistema hidráulico? —preguntó Mitchell haciendo caso omiso del primer oficial.
—A poco más de dos mil trescientos metros —contestó Billy desde la puerta; todos se volvieron hacia él—. Informar es mi deber, señor.
—¿Dónde está DelGiudice? —preguntó Mitchell con expresión sombría, como si el sólo hecho de pronunciar el nombre de Del le dejara un mal sabor de boca.
—El doctor quiere que descanse un día más —explicó Billy.
—Ya me las veré con ese estúpido más tarde —murmuró Mitchell en voz baja—. Continúe atento a esa pantalla, Shank.
Billy se fue hacia el intercomunicador, sabiendo que necesitaría alguna ayuda de la sala de máquinas para comprobar los niveles de potencia.
—Thompson —exclamó.
Transcurrió un intervalo sin sonido alguno.
—Sala de máquinas, conteste.
Silencio absoluto. La preocupación de Mitchell iba en aumento; reaccionó con su cólera característica y le quitó el intercomunicador a Billy.
—Thompson —gritó.
—Aquí estoy, señor —dijo un voz trémula, en un tono muy parecido al que habían oído el día antes.
—¿Qué problema hay? —preguntó Mitchell.
—Sinclair ha muerto —murmuró Thompson.
Los hombres se tomaron la noticia con estoicismo. Corbin se frotó la cara para no dejarse dominar por la emoción y Billy Shank exhaló un resignado suspiro.
La voz de Thompson llegó con repentina determinación:
—¿A qué profundidad estamos?
Mitchell rara vez se apenaba por nadie, pero se compadeció del hombre del otro extremo del intercomunicador, atrapado solo en la sala de máquinas llena de vapor.
—No lo sabemos seguro —repuso con serenidad—; el indicador señala algo más de treinta metros, pero tememos que esté estropeado.
—Entonces el mío también debe de estar mal —dijo Thompson, de nuevo con decisión—. Voy a salir; no tardaré en llegar a proa.
—¡No sea estúpido! —gritó Mitchell—. Si el indicador no funciona bien...
—En ese caso, moriré —le interrumpió Thompson y acabó con una resignada y casi sedante carcajada—. ¿Y qué?
Mitchell se disponía a responder, pero se limitó a sacudir la cabeza, pues al parecer no había nada que decir, ningún argumento para rechazar la decisión de aquel hombre.
—Estoy aquí atrás, solo, sin agua y sin comida —prosiguió Thompson—. De todas formas, no tardaré en morirme —añadió, y desconectó el micrófono para impedir cualquier otra objeción.
De todos modos tampoco le hubiera llegado ninguna más.
—Tiene derecho a elegir cómo quiere morir —comentó Ray Corbin.
—Nunca lo conseguirá —murmuró Reinheiser.
—A menos que el indicador funcione bien —espetó Billy, molesto por el pesimismo excesivamente rotundo del físico en una situación ya crítica de por sí. Con escaso entusiasmo volvieron al trabajo, incapaces de concentrarse en sus tareas, pues todos, incluso Reinheiser, esperaban y rogaban para que Thompson consiguiera su empeño, para que el valor marcado por el indicador fuera correcto. Pero a medida que transcurrían los minutos el milagro parecía más improbable; al fin, Reinheiser se encargó de rebajar la tensión.
—Caballeros —dijo con su habitual tono serio—, dado que el marinero Thompson todavía no ha llegado, debemos aceptar que ha muerto. O sea, que vamos a concentrarnos en las obligaciones que tenemos asignadas para conseguir entre todos que esta nave vuelva a estar en condiciones.
Corbin y Billy intercambiaron miradas de desaliento; se sentían apenados por la muerte de otro compañero más, pero de nuevotuvieron que enterrar sus emociones para no dejarse abatir por el dolor.
—¿Qué tal va esa pantalla? —inquirió Mitchell, tratando de que cada uno se enfrascara en su respectivo trabajo.
—Bien, señor —respondió Billy—; dentro de unos minutos espero tener algo que pueda interesarle.
Se concentró en su tarea y trató de olvidar que un amigo acababa de morir llevándose con él lo que posiblemente eran las últimas esperanzas de los supervivientes.
—No veremos gran cosa sin los focos exteriores —comentó Reinheiser —; esperemos que todavía estén operativos.
—Aunque lo estén, lo único que vamos a ver es agua oscura y piedra gris —murmuró Billy con voz demasiado baja para que nadie pudiese oírlo. Pero también él esperaba que los proyectores funcionaran; entonces tendrían un dato cierto.
Billy volvió a arrancar su ordenador, luego pulsó los iconos adecuados: la pantalla crepitó y se quedó llena de nieve. Billy se levantó, gruñendo, pasó la mano por encima del panel y ajustó la clavija que había detrás del monitor. La imagen se visualizó con claridad durante una fracción de segundo y luego volvió la nieve.
—Señor, ¿ha visto eso? —gritó Corbin.
—No estoy seguro de lo que he visto —farfulló Mitchell—. ¡Shank, haga que vuelva esa maldita imagen!
—Lo estoy intentando —respondió Billy, confuso, al verlos tan emocionados; él no había visto nada.
—El casco de un buque de guerra antiguo —dijo Reinheiser.
—¿Pero vio usted en qué estado se encuentra? —gritó Corbin—. ¡Parece como si acabara de hundirse!
La pantalla parpadeó un par de veces, la imagen se volvió nítida otra vez y los cuatro hombres se quedaron boquiabiertos ante aquella misteriosa visión. Recostada en un escollo rocoso a menos de veinte metros aparecía una vieja fragata; en un lado llevaba escrito su nombre: Wasp.
—Explíqueme eso —desafió Mitchell a Reinheiser.
—Deberíamos avisar a Del, quiero decir a DelGiudice, señor —propuso Billy—, siempre está leyendo libros de historia naval.
—Avíselo —dijo Mitchell, y Billy se fue. Volvió al cabo de unos instantes con Del y Doc Brady.
—Bien, señor, ¿qué nos puede decir de ese buque? —preguntó Mitchell.
A Del le costó un minuto recuperar la voz.
—¿El Wasp?—dijo en voz alta tratando de escarbar en la memoria—; ese nombre me resulta familiar.
—Por el aspecto debe de ser de finales del siglo dieciocho —dijo Reinheiser.
—Creo que es de principios del diecinueve —corrigió Del—. Podría contarles más cosas si pudiera volver a mi camarote; tengo algunos libros sobre barcos antiguos y...
Todos rodearon la escalerilla que conducía a la achaparrada torreta del submarino, y Mitchell habló por el intercomunicador hacia el compartimento de presión controlada que permitía pasar entre áreas de distintas presiones.
—¿Thompson, eres tú? —preguntó hacia el compartimento intermedio.
La manivela de la escotilla interior empezó a girar.
—Ojalá sea Thompson —murmuro Billy con aire taciturno, mientras lanzaba un vistazo al barco antiguo y pegaba un fuerte tirón.
Al abrirse la escotilla interior, entró agua a raudales, y por el hueco aparecieron colgando un par de botas negras.
—¡Las conozco! —gritó Billy tratando de alcanzar las piernas.
—¡Hola! —gritó una voz temerosa desde arriba.
Mitchell reconoció la voz y agarró a Billy mientras las piernas se retiraban de nuevo hacia el compartimento intermedio; se oyó un arrastrar de pies y luego Thompson asomó la cabeza por la escotilla.
—¿Os habéis vuelto todos locos o algo por el estilo? —preguntó a los rostros asustados que le miraban desde abajo—. ¡Tengo algo para ti! ¡No darás crédito a tus ojos! —añadió mirando a Doc Brady, y luego desapareció otra vez por el hueco.
Después de otro arrastrar de pies, las piernas le volvieron a colgar por el hueco.
—Echadme una mano con este tipo; está empapado —dijo Thompson.
Atónitos, Mitchell y Brady, sin pensar, le ayudaron a bajar un cuerpo; correspondía a un hombre de unos treinta y tantos años que iba vestido con una especie de frac gris y llevaba un reloj de oro de bolsillo.
—Lo único que le falta es el sombrero de copa y el bastón —exclamó Corbin entre risas, demasiado abrumado por lo irreal que resultaba todo aquello, y demasiado contento por haber visto a Thompson para sentir aprensión.
—Fíjense en esto también —dijo Thompson, y bajó por la escalerilla con un bastón en una mano y un sombreo de copa gris en la cabeza.
—Bueno, ¿qué les parece?
—Se diría que acaba de morir —dijo Corbin.
—Casi no se ha descompuesto —agregó Doc Brady, pero su atención se concentraba en Thompson y en las frenéticas acciones del marinero.
—Lo mismo que el casco —observó Reinheiser.
—Todo está así —bromeó Thompson.
—¿Qué es lo que está así? —exigió Mitchell, que no estaba de humor para soportar las gracias de Thompson—. ¿Y por qué demonios ha tardado tanto?
—Todos los barcos ahí fuera están igual, señor —respondió Thompson—. Tiene que comprenderlo, tuve que echar un vistazo.
—Por supuesto —dijo Doc Brady en tono tranquilizador.
—Cuando salí del submarino, cerré los ojos —explicó Thompson—. Estaba convencido de que iba a morir. Pero los indicadores funcionan bien y la presión no era incorrecta; cuando abrí los ojos, lo primero que vi fue una goleta recostada detrás de nuestra popa. Ese tipo estaba liado en una cuerda del cabrestante. No me lo podía creer. Empecé a nadar hacia él y me di cuenta de que en torno había otros barcos.
—¿Qué tal era la visibilidad? —interrumpió Reinheiser.
—No era mala. Como mínimo unos setenta metros —respondió Thompson—; al principio tampoco pude entenderlo. Me imaginaba que arriba era de noche, pero incluso en el caso de que hubiera sido de día, ¿cuánta de esa luz me llegaría una vez filtrada a través de más de treinta metros de agua? Así que, ¿de dónde provenía aquella luz?
—¿De dónde? —preguntó Reinheiser.
Thompson lo sabía.
—Vi unos misteriosos destellos sobre nosotros y me dirigí hacia la superficie; pero, cuando me hube acercado más, me di cuenta de que encima de nosotros había una sólida cubierta rocosa.
—¿Qué? —exclamaron Mitchell y Corbin al unísono.
—Sólida —reiteró Thompson—; nos encontramos en una caverna gigantesca. Unos doscientos metros más atrás hay un embudo que conduce al punto más alto, y allí la luz es más intensa. Lo habría explorado para ver si se abría a la superficie, pero no pude conseguirlo; recibía constantes descargas eléctricas. Estática o algo así. Recogí a este tipo cuando regresaba. Tenían que verlo.
—¿Qué aspecto tiene el Unicornio visto por fuera? —preguntó Mitchell.
—Deplorable —contestó Thompson—; realmente deplorable, señor. Hay varios boquetes en medio de la nave, pero eso es lo de menos. Aquí, en proa, está escorado a babor pero, por la popa, lo está a estribor.
—¡Imposible! —arguyó Reinheiser.
—El sumergible sufrió una tremenda torsión en su parte central —continuó Thompson con la mayor seriedad, colocando los puños apretados uno encima del otro y girándolos en direcciones opuestas—. Diría que hay una desviación de unos treinta grados entre los dos extremos.
—Es un milagro que estemos vivos —dijo Reinheiser.
Mitchell no lo oyó. Se quedó mirando hacia adelante sin comprender nada, consternado por el ahora incuestionable hecho de que no había la menor esperanza de reparar el submarino.
Pero el brutal relato de los daños sufridos no desalentó a los demás. Todo aquello era muy extraño y estaban intrigados, sobre todo Martin Reinheiser. En aquel momento, la curiosidad era mucho mayor que la preocupación.
—Tengo que salir ahí afuera —pidió Reinheiser a Mitchell en un tono de voz casi quejumbroso.
—A mí también me gustaría volver a salir, señor —añadió Thompson—; quisiera examinar con más detenimiento los daños sufridos.
—Y yo quiero consultar los libros de mi camarote —dijo Del, que no deseaba quedar al margen de aquel entusiasmo.
—No, no vayas —le cortó Doc Brady, que todavía continuaba observando el cadáver—. Thompson te los traerá; tú quédate aquí, aún no estás recuperado.
Del habría discutido, pero la explosión de Mitchell le detuvo de golpe.
—¡Haga lo que quiera! —aulló el capitán con la cara deformada por su arrugado ceño. Ahora le tocaba a Mitchell sentir la desesperanza y creer que nada de lo que hiciera en aquella situación serviría de algo. Sabía que el pesimismo pasaría. Su fuerte temperamento le había permitido hacer caso omiso de todos los contratiempos desde niño, pero en aquellos momentos sólo había conseguido que fueran los demás quienes los desdeñaran. Se dio la vuelta y salió precipitadamente de la sala.
Los demás se quedaron atónitos al verlo salir, confusos ante el súbito desespero de su imperturbable capitán.
—Ha perdido su nave —observó Reinheiser, mientras analizaba la rigidez de las zancadas del capitán y grababa en su memoria aquella nueva característica del temperamento de Mitchell.
—Ayúdame a llevar ese cuerpo a la sala de conferencias —le dijo Brady a Del, cuya cara expresaba ostensiblemente la decepción.
—Bueno —concedió Brady—. Más tarde, tal vez te dejaré realizar una inmersión.
Del sonrió.
—Déjame explicar a Thompson dónde se encuentran los libros.
Cruzó de un salto la sala, fascinado por la aventura que le esperaba en el exterior del Unicornio, capaz de olvidar por un rato la carnicería que le rodeaba y el implacable destino que le aguardaba.
Este es el diagrama de comunicación que mas me agrado por su forma tan sencilla de explicar el proceso de la comunicación.
Emisor: Es aquel que manda el mensaje.
Contexto: Es la situación en la que se esta dando la comunicación.
Mensaje: Es lo que se quiere decir.
Receptor: El que recibe el mensaje.
Código: Es el idioma, la lengua, la forma de comunicación que se usa.
Canal: Es la forma o el medio en el que se dice el mensaje. Sin un mismo código, la conversación no se puede dar de manera correcta.
Esta semana se confirmó que una de las bandas más queridas por el público mexicano regresará a nuestro país para presentar dos conciertos. Hablo por supuesto de KISS, quienes retornarán a tierras aztecas como parte de la gira promocional de su última producciónSonic Boom.
La banda llegará primero al Distrito Federal, donde ofrecerá un concierto en el Palacio de los Deportes el 30 de septiembre. La preventa para estos conciertos se llevará a cabo el 11 y 12 de agosto, mientras que la venta al público comenzará un día después. Dos días después, el 2 de octubre, la banda arribará a Guadalajara para realizar una presentación en el Estadio 3 de marzo de la capital jalisciense.
• Arquitectura
• Pintura
• Escultura
• Literatura
• Danza
• Música
¿Hay comunicación en las bellas artes?
Personalmente pienso que si ya que el arte habla con un lenguaje propio y muy particular al espectador, una pintura o una escultura contienen muchos mensajes personales y sociales que el autor plasma en ella.
El arte se usa para informar y comunicar una visión que se tiene del mundo, una visión personal, extrapersonal, sentimental, emocional, política, etc. La arquitectura por ejemplo utiliza mucho el simbolismo, mismo que refleja mensajes al igual que en la publicidad.
¿Cuál de las bellas artes es ni favorita? ¿por qué?
La música, por que de todas, es con la que mas me identifico, debido a que siempre me ha gustado escuchar música y cada que tengo tiempo la escucho.
A pesar de que de alguna manera se tiene contacto con todas las bellas artes, ha sido la música con la que he tenido un contacto mayor y mucho mas estrecho que con las demás bellas artes.