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El paso del Unicornio
El Unicornio navegaba a gran profundidad, deslizándose con la facilidad con que vuelan las águilas. Pero no se trataba de ningún cazador; era una nave pacífica, el orgullo del Grupo de Exploración Submarina Nacional, el GESNA, réplica oceánica de la NASA, y que, poco después de iniciarse el segundo milenio, dispondría de un mayor presupuesto que aquélla. El desastre en la estación espacial, que ocasionó la muerte de siete astronautas, la pérdida de una lanzadera y de la estación, valorada en varios miles de millones de dólares, habían recortado drásticamente el presupuesto de la NASA y enfriado el entusiasmo de la nación por la exploración espacial.
Pero a los científicos no les había costado que la gente aceptara la exploración de los mares, la mayor extensión inexplorada del planeta; en particular después de otra desastrosa serie de efectos climáticos debida al Niño: el agua caliente del Pacífico provocó una serie de devastadoras tormentas que asolaron de punta a punta Estados Unidos. En consecuencia, la opinión pública acogió favorablemente el impulso dado a la joven organización.
Y el resultado fue el Unicornio. Todos los miembros del GESNA lo miraban con satisfacción y profundo respeto, pues el submarino era el epítome de los logros tecnológicos. Más aún, pues, de acuerdo con la leyenda de su mítico homónimo, el Unicornio se había convertido en el símbolo de la esperanza en el futuro de la humanidad pese a las constantes amenazas de aniquilación tecnológica. En efecto, el GESNA era una organización dedicada a la aplicación pacífica de la ciencia. Cualquier nación, amiga o enemiga, podía, por una módica cantidad, compartir las informaciones que el proyecto pudiera reunir. Cualquier nación. Y eso, por encima de todo, era la verdadera victoria del Unicornio.
Más de cinco millas de agua separaban al espléndido prototipo de la nueva generación de submarinos de la superficie iluminada por el sol. En torno, todo era oscuridad y silencio, salvo el suave zumbido de los motores y el silbido del sistema hidráulico de aislamiento del casco que permitía resistir la tremenda presión del océano. Potentes focos recortaban haces de luz a través de las oscuras aguas mientras aquel solitario reducto de civilización rondaba por las profundidades del Atlántico.
En la superficie se había agitado nerviosamente, parecía que iba a volcar con la embestida de cada ola, pero en aguas abisales navegaba veloz y sin esfuerzo. En ellas se encontraba como en casa, ágil y rápido, aunque, a pesar de su minucioso y casi perfecto diseño, seguía siendo un extraño.
La mañana centelleaba en la espejada superficie, pero en aquellas profundidades siempre era de noche. Así empezó el trigésimo segundo día de viaje desde que el Unicornio salió de Woods Hole. Fue su primer día sin amanecer. Se había sumergido a gran profundidad, por debajo de los curiosos barcos rastreadores rusos, del zumbido de los motores de un avión privado sospechoso de estar al servicio del espionaje cubano, de los golpes de las gigantescas palas de los helicópteros de la Armada; por debajo del clamor de un mundo mecánico, a una profundidad inalcanzable para los rayos de sol, en unos abismos en los que ni siquiera los peces se aventuraban.
Jeff DelGiudice estaba apoyado contra la pared de un montacargas, asido a la barra metálica.
—A cinco millas más arriba y a mil a través del mar —musitó cuando sus pensamientos lo llevaron a Woods Hole y Cabo Cod, y a la mujer que había dejado allí.
Una vez más, como siempre, se encontró analizando sus relaciones con Debby, tratando de encontrar una respuesta definida a sus sentimientos. La quería profundamente y lo admitía sin ambages; pero, aunque tenía miedo de reconocerlo, el amor que los unía no era el deseo apasionado que había imaginado. Aquel centelleo especial, aquel hormigueo de emoción capaz de desvanecer los estados de ánimo más negros, sencillamente brillaba por su ausencia. No obstante, el resignado pragmatismo de Del le hacía dudar de que fuera posible tener semejante emoción alguna vez. Suponía que él y Debby eran todo lo felices que podían ser; pues la realidad de su mundo, las pequeñas tensiones constantes y los leves dolores de cabeza, le habían enfriado la esperanza. De hecho, Del dudaba de que existiera el amor romántico ideal. Eso podía encontrarse en la pluma de un poeta, pero no en el mundo real.
Y una vez más, a pesar de aquella pragmática manera de conformarse, sus pensamientos habían volado por su cuenta.
Pero incluso aquella fuga fue una mentira, y de bien poco sirvió para aliviar su profunda tristeza. Jamás había aprendido a gozar de la existencia, de los simples placeres derivados de la percepción y de la experiencia, y eso, más que Debby, era su auténtica frustración. De modo instintivo, Del percibía un vacío, un hueco dentro de sí mismo, que reclamaba algo que lo llenase; pero el mundo materialista y altamente competitivo en que vivía no le daba consuelo alguno.
—Sube, sube —exclamaba Del repetidamente. Sin éxito. Cada vez que sonaba el ping-poc del sistema hidráulico, perdía la concentración y se acordaba de Debby y de sus obsesiones. Soltó la barra en un gesto de frustración.
En el puente de proa, los ojos castaños del navegante Billy Shank examinaban con atención los instrumentos.
—En cualquier momento a partir de ahora, capitán —dijo, con un deje de emoción.
—Manda la señal de la pantalla al resto de los monitores del barco —dijo el capitán Mitchell, un ceñudo gigantón. La solidez de la voz y del rostro era pétrea, pero el brillo de los ojos traicionaba su aparente calma.
La alarma sonó en el preciso momento en que Del, al fin, había conseguido poner en marcha el elevador. La carga chocó contra el estante y Del rodó de un lado a otro, la cabeza dándole vueltas. Entró a todo correr en el vestíbulo y topó con un tripulante; su pánico se transformó en turbación cuando vio el vaso de cerveza.
—Adelante —dijo Del agitando la mano con impaciencia, como si no se hubiera sorprendido en absoluto.
—¡Mira por dónde andas! —dijo desde atrás la voz de Ray Corbin, el primer oficial del Unicornio.
—Ray —repuso Del, mirando cómo su amigo se le acercaba con grácil y tranquilo paso; era el único hombre que Mitchell había solicitado que se incorporara a la tripulación.
A Del le llamaba la atención lo paradójico del hecho, pues Mitchell y Corbin distaban mucho de parecerse. La inquieta actividad, principal característica de Mitchell, no era un rasgo que destacara en Ray Corbin; la tripulación incluso le había sacado el mote de Ray el Tumbado. Pero todos los tripulantes comprendían la elección de Mitchell. Un primer oficial tranquilo y sin pretensiones garantizaba el control del dominante capitán.
¿O no? Del se lo preguntaba a menudo. Sin duda Ray Corbin jamás se opondría abiertamente a Mitchell; la lucha libre no era su deporte favorito. Pero Corbin era un oficial que comprendía muy bien las necesidades de la gente que le rodeaba y se daba cuenta de la presión que un tirano como Mitchell podía ejercer sobre una tripulación. Del lo veía como el señor Roberts del Unicornio, jugando el papel de limar las asperezas provocadas por Jimmy Cagney. ¿Y cuál era el rol de Del en la película? Lo sabía perfectamente, sabía por qué Ray Corbin había insistido tanto en que él formara parte del proyecto. Corbin necesitaba un contrapeso para el carácter dominante de Mitchell, una válvula de escape para la inevitable tensión, y la encontró en un hombre que le recomendó un antiguo patrón. El arma secreta de Corbin era Jeff DelGiudice.
—¿Subes? —preguntó Corbin.
—¿Crees que me perdería esto? —replicó Del—. Probablemente es lo único emocionante que veremos en esta cuba durante los próximos ocho meses.
—¿Quieres emociones? —comentó Corbin con una amplia sonrisa—. Espera a que Mitchell vea a su joven oficial con los pantalones cortos de gimnasia en el puente.
Del comprendió el sentido de aquella sonrisa, pues también él podía imaginarse fácilmente lo que ocurriría en el puente y la cara del capitán encendida por la cólera.
—Pero tú tienes unas piernas bonitas —acabó diciendo Ray Corbin.
—No le importará —dijo Del sin convencimiento—. Además, son de la Armada.
—¿Las piernas? —bromeó Corbin, avanzando por el corredor.
Ambos llevaban un vaso de plástico con cerveza cuando entraron en la sala de control. La mayoría de los oficiales y varios tripulantes estaban allí, todos con copas coronadas por espuma y con la mirada clavada en la pantalla. Mitchell estaba sentado, con la espalda recta apoyada en el respaldo; sostenía un micrófono en una de sus zarpas y una cerveza en la otra.
—Una nevera con cabeza —musitó Del al ver al cuadrado capitán. Mitchell echó un rápido vistazo a los dos oficiales, pero enseguida volvió a fijar la atención en la pantalla.
Del suspiró aliviado al ver que su inapropiado atuendo había pasado inadvertido.
De repente la pantalla brilló cuando el proyector se reflejó en el fondo del océano. Después de haber estado enterrada durante siglos bajo innumerables toneladas de agua, aquella extensión de barro y rocas ofrecía poco margen a la inspiración artística, pero a los hombres del Unicornio el panorama les pareció magnífico.
Una extraña sonrisa se dibujó en el rostro de Mitchell cuando pulsó la tecla de la consola de comunicaciones.
—El punto más profundo del Atlántico, señores —dijo, mientras levantaba el vaso de cerveza Old Milwaukee para brindar—. El fondo de la sima marina de Milwaukee.
Tras un pequeño sorbo reapareció la habitual ceñuda expresión de Mitchell.
—Es toda suya, Corbin —dijo mientras se dirigía hacia la puerta—. Y déjense de cervezas. Sin excepciones.
Corbin se encogió de hombros para expresar su impotencia ante la contrariada tripulación e indicó a uno de los marineros que retirara las bebidas.
A Del le hacía tanta ilusión como al que más alcanzar el objetivo tras tantos meses de preparación, pero un brindis de cinco segundos y un trago de cerveza no era exactamente la idea que tenía de una celebración.
—¡Pues vaya...! —refunfuñó, creyendo equivocadamente que el capitán no podía oírlo.
Cuando la cabeza con el pelo cortado al rape de Mitchell apareció de sopetón en la puerta y la mirada del corpulento capitán se clavó durante un buen rato en Del, en la sala se hizo un silencio sepulcral.
—DelGiudice —empezó diciendo en un tono insidiosamente calmado—, dado que ha encontrado la celebración inapropiada, le invito a que se reúna conmigo en mi despacho dentro de diez minutos para asistir a una fiesta privada.
—¡De uniforme! —añadió, mientras su risa burlona se convertía en una inquietante mueca.
Del suspiró cuando Corbin se le acercó para darle una palmada en la espalda.
—Quizá no le han gustado tus piernas.
Billy Shank se mordió el labio y trató de reprimir una carcajada.
Transcurrieron dos días anodinos mientras el Unicornio surcaba el fondo del Atlántico. Cuarenta y ocho horas de ronda no mostraron en la pantalla de control del sumergible más que contrafuertes rocosos y suelos planos, unas imágenes captadas en una monótona secuencia que hacían que Del se sintiera como un personaje de una película de dibujos animados pasando una y otra vez por el mismo lugar. Permanecía en el puente la mayor parte del tiempo, pues, por orden expresa del capitán Mitchell, se le habían ampliado las horas de servicio.
Suponía que era una recompensa por su buena conducta.
Otros tres hombres, los marineros Jonson, Camarillo y Billy Shank, trabajaban con él, pero cumplían con sus obligaciones con eficacia disciplinada y de poco servían para mitigar el aburrimiento de aquella larga travesía durante la cual no ocurría absolutamente nada de particular.
Al fin, afortunadamente, una voz quebró el silencio.
—Es increíble —murmuró Billy Shank—, ven a ver esto.
Pero en el mismo momento en que Del se levantaba de la silla, un estrépito estalló en el equipo de sonido de Camarillo e hizo que los otros, sorprendidos, se dieran la vuelta bruscamente.
Camarillo, con una cara rígida y deformada que expresaba conmoción y terror, no pudo responder a las inquisitivas miradas de sus compañeros. Paralizado, cayó bocabajo al suelo sin ni siquiera extender los brazos para amortiguar el golpe.
Los otros tres hombres se precipitaron hacia él.
—¡Vuelve a tu puesto! —dijo Del a Billy—. ¡Y páralo todo! ¡Avisa al capitán y a Doc!
Del dio la vuelta al cuerpo de Camarillo; en los ojos de su compañero sólo vio un brillo apagado, sin vida. Le quitó los auriculares y vio que el uniforme estaba desgarrado y empapado con la sangre que le manaba de los oídos. Él y Jonson se pusieron enseguida manos a la obra: Jonson empujaba rítmicamente el pecho de Camarillo mientras Del trataba de insuflarle vida.
Un instante después, Ray Corbin y Doc Brady entraron precipitadamente, seguidos de cerca por Mitchell y Martin Reinheiser, el físico civil que se había ganado el dudoso honor de convertirse en la mano derecha de Mitchell. Corrieron hacia DelGiudice que se esforzaba por reanimar aquel cuerpo desplomado.
—Yo me encargo de él —dijo Doc Brady a Del.
—Ha muerto —susurró Del mientras se levantaba. Sentía el latido de su propio pulso mientras miraba en torno con impotencia.
—¿Qué ha ocurrido? —inquirió Mitchell.
Desde el otro lado de la sala, contestó Billy Shank.
—Los indicadores de mi panel se dispararon por encima de la escala; y esa escala cubre unos valores que van más allá de los límites predecibles. No he visto nunca nada parecido. Y entonces se produjo un gran estruendo y Camarillo se desplomó.
Mitchell miró con dureza a Del, pero éste no pudo devolverle la acusadora mirada, pues en aquellos momentos se sentía demasiado vulnerable para discutir con el capitán. Aunque Del no tenía ninguna culpa, era un hecho que, en aquella ocasión, era él quien estaba al mando.
Seguro de su victoria al ver cómo Del inclinaba la cabeza, Mitchell se volvió hacia Reinheiser.
—¿Qué ha podido ser?
—Creo que debo examinar los datos antes de aventurar una hipótesis —comentó Reinheiser después de resoplar ante la pregunta.
Doc Brady sacudió la cabeza y cerró los ojos de Camarillo.
Un tripulante muerto. Mitchell echaba pestes al pensar en lo que ello implicaba en su hoja de servicios.
—¡Pongan la embarcación en estado de alerta! —rugió—. ¡Y redacten un informe de los daños sufridos! —Acto seguido, se refugió a toda prisa en la seguridad de su puesto de mando con una cólera particularmente intensa porque no sabía contra quién dirigirla.
Al cabo de unos momentos sonaron las alarmas y la tripulación empezó a moverse atropelladamente, pero ni siquiera aquel tumulto calmó la impaciencia de Mitchell.
—En el resto de la embarcación no hay desperfecto alguno ni ningún herido, señor —exclamó Jonson.
Mitchell lanzó una rápida mirada a Del.
—Sólo un altavoz —explicó el joven oficial—. Todavía funciona.
—También aquí sólo hay pequeños desperfectos —indicó Billy Shank.
Martin Reinheiser, en un terminal situado a un lado de la sala, colocó una rejilla de referencia en el panel de sistemas.
—Creo que la perturbación proviene de aquí —dijo, mientras movía el puntero del ratón hacia un punto de la rejilla y aumentaba el área elegida para que ocupara toda la pantalla. —Aproximadamente a unos cuatrocientos metros, justo delante de nosotros.
—Llévanos allí, pero a marcha lenta—ordenó Mitchell secamente a Billy—. Quiero saber qué es lo que ha ocasionado la muerte de un miembro de mi tripulación.
Del ojeaba las imágenes de la pantalla; ahora le parecía que la luz del foco era un invasor no deseado de aquella secreta y, de repente, inhóspita oscuridad. Pensaba que se estaban dirigiendo directamente hacia algo que había causado la muerte de Camarillo desde una distancia de cuatrocientos metros, y no era el único hombre de la sala preocupado por aquel hecho.
Las manecillas de los indicadores de Billy Shank se movieron hasta alcanzar valores de alerta.
—Capitán... —empezó a decir Billy, pero se le rompió la voz al advertir las expresiones de asombro de los rostros que lo rodeaban. Miró la pantalla y, atendiendo a un gesto de Mitchell, detuvo el submarino.
Negrura. La luz del foco se debilitó y de repente desapareció. Como si no hubiera nada que reflejar, como si simplemente se hubiera apagado.
—¿Qué pasa? —preguntó Mitchell.
—¿Una caverna? —preguntó Reinheiser, sin esperar respuesta alguna de los circundantes.
—Mis indicadores han vuelto a bailar —comentó Billy en voz alta, pero los demás no le hicieron el menor caso.
—Tenemos que mirar más de cerca—afirmó Reinheiser inclinándose hacia la pantalla.
—Acérquenos más —ordenó Mitchell.
—Pero señor —repuso Billy—, los instrumentos no están operativos; tendré que maniobrar manualmente.
—En ese caso, hágalo despacio —dijo Mitchell—. DelGiudice, ¿ha conseguido ya reparar el altavoz?
—Sí, señor.
—Busque un sustituto para realizar el trabajo de Camarillo.
—Yo puedo hacerlo —propuso Del, creyendo que su valeroso ofrecimiento le haría ganar puntos ante Mitchell. Pero no fue así. Con cautela, menos convencido de su propuesta, se puso los auriculares.
El submarino se desplazó hacia abajo palmo a palmo; la luz seguía sin penetrar en el espacio que se abría ante ellos. El equipo sónico emitía señales hacia el exterior del sumergible, pero también eran absorbidas por aquella oscuridad. No había retorno.
—Debemos estar a menos de siete metros —dijo, nervioso, Billy—; no sé cuánto más podré acercarme.
—Entonces, párelo —dijo Mitchell—. ¿Ha conseguido algo? —preguntó a Del.
—Nada —respondió Del—; el equipo parece que funciona, pero no recibo ninguna señal.
—¡Maldición! —gruñó Mitchell en voz baja.
—Deberíamos apartarnos y estudiar la situación —sugirió Ray Corbin—; no tenemos ni idea de lo que tenemos frente a nosotros.
—Parece prudente —añadió Reinheiser, dándose cuenta de la futilidad de un examen visual sin la información proporcionada por sus instrumentos. Mientras hablaba, pulsó con el ratón para que el ordenador le diera datos del exterior, pero la máquina no estaba recibiendo suficiente información de los sensores externos para proporcionarle respuestas.
Mitchell cerró los ojos y se pasó las manos por la cara.
—Súbanos algo más de treinta metros.
El suspiro de alivio de Del fue perfectamente perceptible.
—Corbin —continuó Mitchell—, inspecciónelo todo y tráigame cuanto antes un informe exhaustivo de la situación.
Luego dirigiéndose hacia Reinheiser añadió:
—Me gustaría ver su evaluación inmediatamente después de que haya estudiado todos los datos.
Y así el Unicornio permaneció suspendido en la eterna oscuridad, apenas cuarenta metros por encima de aquel inexplicable vacío. En la superficie, una tremenda tormenta eléctrica prodigaba su furia con espasmos de incontenible violencia; pero los hombres del Unicornio no podían saberlo.
Todavía no.
La embarcación salió del estado de alerta al cabo de una hora. Del se encontró de nuevo al mando de la nave, mientras Mitchell y Corbin conversaban con los científicos. La mayor parte de la tripulación se retiró a los camarotes colectivos intercambiando rumores y tratando de aprovechar lo que creían podía ser su último descanso durante bastante tiempo.
—Estos indicadores se vuelven a comportar de forma rara —dijo Billy a Del poco después, con el tono informal propio de su amistad. Como era el único negro del Unicornio, su inseguridad le había impedido hacer muchos amigos a bordo. Había oído las solapadas alusiones a la «muestra negra de la GESNA», un insidioso comentario que a menudo se deslizaba en la parte más recóndita de su mente. Sin embargo, Del era distinto, y su sinceridad con Billy le había resultado muy gratificante.
—Parece como si algo avanzara por encima de nosotros —explicó Billy mientras Del se acercaba. Las manecillas saltaron y apareció una diminuta imagen en la rejilla rastreadora durante un segundo, y después desapareció—. ¿Lo ves? ¡Ahí va otra vez!
—¿Podemos echar un vistazo ahí arriba?
—Podemos intentarlo —respondió Billy, pinchando en el icono «cámara de fotos», luego arrastró el ratón hasta el punto indicado en la rejilla. La imagen frontal visualizada se oscureció cuando la cámara se apartó de la iluminación del foco de proa.
—Eso debería ser aproximadamente correcto —dijo Billy, moviendo el puntero al icono correspondiente a la iluminación con focos—. Ahora, si puedo iluminar un poco por allá arriba... —añadió, pero mientras empezaba a arrastrar el ratón, un arco brillante trazó una línea cegadora de una a otra parte de la imagen. El marinero McKinney, que trabajaba en el equipo de sónar, pegó un grito y tiró los crepitantes auriculares al suelo. La pantalla destellaba de nuevo.
—¡Dios mío, parece una tormenta de rayos y truenos! —gritó Jonson.
—También lo parece por el ruido —añadió McKinney, mientras se frotaba la oreja.
—Sí, pero ¿debajo del agua? —se cuestionó Billy. Miró a Del con aspecto de no entender nada—. Creo que deberíamos avisar al capitán.
Pero antes de que Del pudiera moverse, las luces, la pantalla, incluso el zumbido del reactor, se apagaron de golpe. El pánico se apoderó del silencio y de la oscuridad, y sumió a todos los que se encontraban a bordo en la convicción de que estaban totalmente desvalidos, paralizándolos ante la certeza de que algo terrible estaba a punto de ocurrir.
Entonces se desencadenó la tormenta.
Provocó un impacto en la parte central de la nave, donde estaban los camarotes de la tripulación, tan violento que los sofisticados sistemas del Unicornio quedaron en ridículo. Baos de acero y sistemas hidráulicos que habían resistido la presión de diez mil metros de agua se doblaban como si fueran de goma ante aquella fuerza. Sucesivas descargas de rayos estallaban contra el submarino abrasando sus costados. Brutales corrientes eléctricas destrozaban sin piedad el casco y arrancaban partes metálicas.
Y a través de los huecos producidos penetró la muerte, indiferente a los gritos y súplicas de la tripulación abandonada a su suerte.
Maltrecho, pero todavía consciente, Del se abrazaba desesperadamente a la silla fijada al suelo. Su mente daba vueltas con los tumbos del submarino en torno a un eje vertical y después en torno a otro horizontal, una y otra vez. Su terror fue en aumento al advertir que estaban cayendo y se precipitaban incontroladamente hacia el fondo del océano, hacia las fauces de aquella perversa negrura que no se había dejado penetrar ni por la luz ni por el sonido. Del asía con fuerza el brazo de su silla: aquella materia tangible era su único asidero en el mundo real. El metal crujía como si protestara por los devastadores impactos que sufría, mientras el sumergible chocaba y luego atravesaba aquella barrera negra.
Y DelGiudice no se enteró de nada más.
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